Gwyneviere regresaba de realizar un trabajo para Kim, de Emyrddrin. Ya era entrada la noche y se sentía cansada. Estaba por entrar a su casa cuando la oyó.
—Gwyn —dijo.
—¿Qué sucede, Nimh? Estás cubierta de sangre.
Nimh todavía tenía manchas de sangre seca de Mordred sobre su piel.
—No es mía —dijo ella.
—Lo sé, puedo olerlo.
—No puedo seguir, Gwyn. Ya no —dijo, moviéndose lentamente hacia ella.
—¿Qué ha pasado?
—No vengo a pedirte que me aceptes en tu vida. No es eso. Sólo quiero decirte que eres una gran persona y te admiro. Espero que puedas perdonar todo el mal que he causado.
Gwyneviere observó la daga que Nimh sostenía en una de sus manos.
—¿Está Arabella aquí? —preguntó Nimh.
—No, todavía está con sus abuelos. ¿Qué estás por hacer Nimh?
—Perdóname, Gwyn. Todavía te amo. No te ocasionaré más problemas. Me siento muy cansada y ya no puedo continuar…
Nimh se acercó a Gwyneviere y ella pudo sentir a través del olor metálico de la sangre seca en la piel de Nimh su embriagador aroma. La besó y Gwyneviere se sorprendió. Acercó la daga a su cuello y se la enterró ella misma en su propia garganta. Dio un paso hacia atrás y se tambaleó y Gwyneviere la tomó en sus brazos antes de que cayera al suelo.
De la boca de Nimh comenzó a brotar el líquido carmesí y Gwyeviere no podía creer lo que estaba viendo.
—¿Qué has hecho? —dijo Gwyneviere, con los ojos bien abiertos de incredulidad—. ¡Nimh!
De la herida en el cuello de Nimh comenzaron a brotar sombras que flotaron en el aire, y Gwyneviere las observó extrañada. Presionó el cuello de Nimh para intentar detener el flujo de sangre, pero era inútil, la herida era demasiado profunda.
—Nimh, quédate conmigo —dijo.
Intentó hacer un hechizo para cerrar su herida, pero el daño interno no cerraría. Nimh negó con la cabeza con sus últimas fuerzas. Gwyneviere tomó su mano y la apretó.
Las sombras seguían fluyendo de su herida y rodeaban a Gwyneviere. Cuando ya no asomaban más y Nimh yacía sin vida en sus brazos, las sombras entraron rápidamente dentro de su propio cuerpo, golpeándola y haciéndola caer al suelo.
Gwyneviere las recibió, sin quererlo, e ingresaron en ella, como habían hecho con Nimh, y pudo entender y también sentir su dolor. Comprendió cómo habían llegado a Nimh, y antes que ella a Mordred. Sostuvo su cabeza en sus manos, sin poder soportar el dolor y apretó los dientes, gruñendo por lo bajo.
Ambas yacían en el suelo en un charco de sangre, Nimh todavía aferraba fuertemente la daga en una de sus manos. Gwyneviere hizo un esfuerzo por levantarse cuando vio que los vecinos comenzaban a asomar sus rostros curiosos por las puertas de sus hogares, y tomó a Nimh en sus brazos y abrió un portal. Se transportó dentro del castillo. Los escudos de protección habían caído, ya que el creador del conjuro había muerto.
Uno de los sirvientes de los reyes se acercó a ellas, sobresaltado.
—Ha sido ella misma —dijo Gwyneviere—. ¿Cómo te llamas?
—Julian… ¿E—está muerta? —preguntó.
—Si… Julian, ayúdame aquí. ¿Dónde están los niños? Asegúrate de que no vean a su madre así, por favor.
—¡Anica! —llamó Julian y una joven apareció rápidamente junto a él y su rostro se volvió pálido cuando vio a Nimh—. Asegúrate de que los niños estén ocupados.
Anica corrió a buscar a los niños.
—Gracias —dijo Gwyneviere.
—Gwyneviere, ¿verdad? —preguntó Julian, ayudando a cargar a Nimh.
—Si —dijo ella.
—¿Qué ha pasado? —preguntó mirando la daga en la mano de Nimh.
—Apareció en mi casa y se clavó la daga en la garganta. Fue horrible, no pude evitarlo —dijo Gwyneviere, con lágrimas en los ojos.
—Hemos encontrado muerto a Mordred. Todavía no le hemos dicho a los niños. No sabemos cómo hacerlo —dijo Julian—. Ya hemos preparado su cuerpo y limpiado la habitación.
Llevaron el cuerpo de Nimh a una habitación retirada, donde estaba el cuerpo de Mordred, pálido y vestido con un traje formal, con el rostro tapado. Julian llamó a otros sirvientes para que los ayudaran y prepararon también el cuerpo de Nimh. Gwyneviere ayudó a limpiarla y la vistieron con uno de sus mejores vestidos. Aun sin vida, lucía bellísima.
—Necesito que hagan algo por mi —pidió Gwyneviere.
—Claro, lo que sea —dijo Julian.
—Me haré cargo de los niños, no tienen familia. Pero debo avisar a los abuelos de mi hija que hoy llegaré tarde, y debe quedarse allí a pasar la noche. Deben entregar el mensaje en la tienda de Eamon, el alquimista.
—Claro —dijo Julian, inclinando la cabeza.
Ambos salieron de allí y se encontraron con Anica. Ella se dirigió a Gwyneviere y Julian siguió su camino.
—¿Qué haremos con los niños? No sé cómo decirles… comienzan a preguntarse por sus padres… —lucía ansiosa y preocupada.
—Ya me encargo yo. No te preocupes. Pero primero necesito asearme —dijo mirando hacia abajo, hacia su vestido cubierto en la sangre de Nimh.
Anica la ayudó a asearse y le dio uno de los viejos vestidos de Nimh. Luego, caminó detrás de ella, hacia la alcoba de los niños.
—Espera —dijo ella, frenando de golpe en medio de las escaleras—. Me preguntaba si no deberíamos leer el testamento de los reyes antes. Ellos habían dejado todo preparado luego del nacimiento de su última hija.
—De acuerdo —accedió Gwynviere.
Anica la condujo a la oficina del Magistrado, descendiendo nuevamente.
—Esperaré aquí para llevarte luego con los niños —le dijo, y Gwyneviere asintió.
—Buenas noches, Magistrado —dijo Gwyneviere.
—Buenas noches, hechicera. Siento mucho lo que ha ocurrido. Supongo que ahora podrá reclamar el trono el verdadero heredero —dijo, haciendo un gesto con su mano, para indicarle a Gwyneviere que pasara a su oficina, mientras inclinaba cordialmente su cabeza.
Gwyneviere entró y se sentó en la silla frente a la amplia mesa del Magistrado.
—Creo que será lo correcto informar al sobrino de Bernard que hay una vacante al trono —dijo ella.
El Magistrado se sentó frente a ella y repasaron el testamento de Mordred y Nimh.
—Entonces —dijo el Magistrado, resumiendo lo que habían leído—, Mordred lega todos sus bienes materiales a sus hijos, la casita de Elven Hudolk, el castillo en Mirkalandre, la fortaleza de Vatakka y el castillo en las afueras de Eeyostend. De Nimh heredarían sólo su grimorio. Pide explícitamente que nos aseguremos de que llegue a manos de sus hijos.
—Bien —dijo Gwyneviere, levantándose y extendiendo su mano para estrechar la del Magistrado—, creo que eso es todo. Muchas gracias, Magistrado. Creo que a partir de ahora volveremos al reinado legítimo.
—Gracias a ti, Gwyneviere.
Gwyneviere salió y se dirigió a la alcoba para ir a buscar a los niños, guiada por Anica. Cuando los gemelos la vieron, se sorprendieron.
—¡Mamá de Bella! —dijeron, sentados en el suelo.
Ranyah también estaba allí, con su nodriza en la cama de uno de los gemelos.
—¿Dónde está Bella? —preguntó Edra.
—Hola niños —dijo Gwyneviere—. No está conmigo ahora.
Se podía ver la confusión en el rostro de los tres niños.
—¿Qué sucede? —preguntó Rhys—. ¿Dónde están papá y mamá? ¿Por qué no nos dejan bajar? ¿Y por qué estás tu aquí?
A medida que iba preguntando, su tono iba siendo cada vez menos amable. Estaban perdiendo la paciencia y era comprensible. Eran unos chiquillos y sólo querían estar con sus padres, quienes eran su mundo entero.
—Niños, ¿puedo sentarme un momento con ustedes? —dijo Gwyneviere, pacientemente, y se acercó a ellos, antes de obtener una respuesta.
Ranyah estaba en los brazos de su nodriza, y Gwyneviere se sentó a su lado. Nunca se habían visto aún, pero ella también percibió que eran similares, olfateó el aire con su pequeña nariz en dirección a Gwyneviere y la examinó con sus grandes ojos inocentes.
Gwyneviere le devolvió la mirada y acarició tiernamente su cabello, y para su asombro, la pequeña estiró sus brazos hacia ella. A Gwyneviere le recordó a Arabella cuando tenía su edad, y la tomó en sus brazos. Sus hermanos observaban en silencio. Continuó acariciando su cabello mientras habló pausada y tranquilamente.
—Lo que estoy a punto de decirles no es fácil de digerir, por lo que voy a necesitar que estén tranquilos, más que nada porque son los hermanos más grandes —dijo, mirando a Rhys y Edra—, y son los responsables de la pequeña Ranyah —agregó acariciando la mejilla de la niña.
Los niños la miraron, serios.
—Es mi deber comunicarles lo peor que van a escuchar en sus vidas, niños, y lo lamento mucho —continuó diciendo—. Sus padres han fallecido —dijo lentamente—, por eso los estaban reteniendo aquí, para protegerlos.
Rhys y Edra la miraron con el ceño fruncido.
—No dices la verdad —dijo Rhys, mirándola fijamente.
—Me temo que sí, y no es agradable, lo sé. Lo siento mucho, Rhys.
Ranyah hundió su rostro en el pecho de Gwyneviere y ella la abrazó. Rhys se levantó abruptamente del suelo y salió de la alcoba, pisando ruidosamente. Edra miró a Gwyneviere, con ojos tristes.
—¿Dónde viviremos ahora? ¿Quién nos cuidará? —preguntó confundida.
—Yo los cuidaré —dijo Gwyneviere.
Edra la observó y Ranyah también levantó la vista hacia Gwyneviere.
—Pero siempre hemos vivido aquí. ¿Qué ha pasado con mis padres? —preguntó Edra.
—Es muy difícil de explicar, mi amor. Quisiera contártelo todo, de verdad. Necesito preguntarte una cosa. ¿Conoces el grimorio de tu madre? Su testamento decía que quería que ustedes lo tuvieran.
—Si —dijo Edra—. Está en un cajón en su recámara.
Edra salió de la alcoba y regresó rápidamente con el grimorio de Nimh en sus manos, el mismo libro que le había regalado Gwyneviere, años atrás, pero más gordo a causa de todos los conjuros que ella había ido agregando con el tiempo.
—Aquí está —dijo Edra, y se lo entregó a Gwyneviere.
Gwyneviere sonrió tristemente y lo tomó en sus manos. Lo abrió y lo hojeó, sosteniendo firmemente a Ranyah con su brazo izquierdo.
—Pero… ¡has podido abrirlo! —dijo Edra, asombrada.
—Si, ¿por qué?
—Mamá le hizo un encantamiento para que sólo nuestra sangre pudiera —explicó.
—El pacto de sangre —murmuró Gwyneviere, comprendiendo—. Tu madre es muy inteligente, Edra… Era —agregó con tristeza—. Sólo ustedes podrán leerlo, así no caerá en manos equivocadas.
Edra asintió. Gwyneviere llegó al final de las páginas escritas y leyó rápidamente lo último que Nimh había escrito. Parecía que lo usaba de diario y contaba todo lo que había hecho su último día de vida: cómo había matado a Mordred y cómo había recibido las sombras, que eran las vidas que él había tomado, y también contaba que planeaba quitarse la vida.
—Mi amor, ¿te parece que yo cuide esto por ustedes por ahora? —dijo Gwyneviere—. Hay algunas partes en este libro que quizá no sean adecuadas por el momento. Te prometo que más adelante se los daré. Pertenece a ustedes.
Edra asintió, y Gwyneviere miró a la nodriza, que permanecía sentada al lado de ella.
—¿Me ayudas a preparar sus cosas? —le dijo, y ella asintió.
—¿Nos iremos ahora? —preguntó Edra, con marcada desesperación en su rostro—. Pero… no quiero abandonar mis cosas… y… y… y papá nos ha regalado unos cachorros.
—¿Cachorros? —preguntó Gwyneviere.
—Cachorros de lobo —aclaró la nodriza.
—Ah, ya veo. Qué difícil. Oye, no dejaremos nada atrás. Pero no podemos quedarnos en el castillo. ¿De acuerdo? Tienes que ser fuerte por tus hermanos. ¿Lo harás?
Edra asintió nuevamente, con los ojos vidriosos. Parecía que estaba haciendo un esfuerzo enorme por no llorar. Gwyneviere se levantó y acomodó a Ranyah en sus caderas y ofreció su mano libre a Edra, quien la tomó.
—Tienes que ser fuerte, pero no está mal llorar, ¿sabes? No tiene nada de malo —le dijo—. Vamos.