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Hank: Inmortal

Capítulo 1: El origen del hombre

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Primera parte

Decisiones

“Pensad qué triste debe ser
tener eterna sed de un elixir despreciado,
la sal de la sangre cotidiana que,
sí se desconfía, no tiene sabor;
depredar la vida para siempre y no poseerla,
como los huecos de las rocas, marea tras marea,
que cristalinamente encallan en el mar.”
Los no muertos, Richard Wilbur.

Hank

IPSWICH, INGLATERRA

AÑO 1490

—Vamos hombre, debemos irnos ahora mismo, tengo una sorpresa para ti. —dijo Thomas tomándome por uno de mis codos.

Mi hermano mayor me llevaba cinco años de ventaja, era un hombre de veintidós años, casado y con una pequeña familia compuesta por su esposa y su única hija, Clementine. Tenía la vida de un aristócrata, con una propiedad bastante decente, caballos y su mano al servicio de su majestad, el rey, llegando incluso a vivir en la corte. Thomas era un hombre afortunado por tener una esposa que le permitía hacer todo lo que le complaciera siempre y cuando no les faltara nada a ella y a su pequeña, llegando a ser por completo sumisa.

Para mi desgracia, a mis diecisiete años, contaba con un destino el cual no me agradaba en lo más mínimo, ya que al ser hijo de un Talbot, debía cumplir con los protocolos reales, siendo emparejado con una aristócrata con una buena dote y de intachable reputación, una virgen entre las vírgenes, sin embargo, Margaret Woodville, no era la imagen del deseo, no tenía ni piernas firmes ni turgentes pechos, por el contrario, era una criatura escuálida sin curvas que ocupaba un espacio mínimo en el rincón de alguna habitación. No era graciosa, ni atractiva, mucho menos, mostraba atención por hablar de algo interesante, ella se había criado para ser una esposa, sabía cocinar, bordad, leer y escribir y según lo que había llegado a mis oídos, sabía masajear los pies, o por lo menos, la habían visto hacerlo con su madre, Isabelle.

Mi vida estaba condenada a la miseria, considerando que, desde muy joven, las doncellas me habían interesado, al grado de espiar a las hijas de la servidumbre, viendo sus cuerpos desnudos al tomar un baño, contemplando sus deliciosos senos con botones rosados que deseaba probar, amamantarme de ellas, haciéndome la paja cada que veía sus nalgas desnudas o sus piernas abiertas. ¡Oh, sí! La joven Jane no era para nada doncella, ella era toda una cortesana ramera que sabía que la espiaba y gozaba de ello, dejando su puerta abierta intencionalmente por las noches, desnudándose para recostarse en su pequeña cama con sus piernas abiertas, acariciándose la intimidad y follándose con los dedos, dejando escurrir esa miel por entre sus muslos, mientras gemía mi nombre, poniéndome la verga dura y chorreante, aun así, no era tonto, había sabido que estaba buscando la manera de enredarme con un bastardo para chantajearme y arruinarme, así que mi «queridísimo» hermano, había sido piadoso conmigo, o quizás, con mi futura esposa, y tomó la iniciativa de traerme a un burdel.

Las cortesanas cumplían con su oficio con discreción y gracia, no estaba permitido engendrar bastardos, así que era sabido que tenían conocimiento de hierbas para la realización de tés que evitaran la concepción.

—Thomas, quiero seguir viendo a esa mujer —señalé a una pelirroja que se sentó sobre el rostro de un tipo que la hizo gemir como posesa, esta restregó su intimidad contra su boca y mi miembro saltó en mis pantalones, quería, no, necesitaba beber así de una mujer o me volvería loco.

—Vas a tener a cuanta puta desees, hermano. ¡Mirad! —apuntó hacia un rincón de la sala—. Katherine es un buen obsequio para ti.

La joven rubia se despojó de la túnica que la cubría, dejando al descubierto su cuerpo de cintura estrecha, muslos gruesos y piernas largas, con grandes pechos de botones rozados que provocaron que me relamiera los labios.

Sus manos se deslizaron a través de su torso, recorriendo su cintura, subiendo hasta tomar sus pechos para luego tirar de sus pezones, que al verse tan endurecidos tenían la apariencia de un par de guijarros. Mi miembro saltó dentro de mis pantalones, que se volvían más ceñidos. Miré hacia Thomas, que jugueteó con sus cejas con diversión, me palmeó la espalda y se giró en sus talones, apartándose.

—Te dejo, tengo a Rosemary esperando al lado. —se pronunció, sin embargo, mi garganta estaba demasiado seca para responder cualquier cosa. No pude apartar la mirada de Katherine, que se había echado sobre una cama, al mismo tiempo que se enredó en una sábana que se pegaba a su cuerpo como si fuese líquida.

Caminé con determinación hacia ella, que agitó sus pestañas con teatralidad y un encanto hechizante, me relamí los labios sintiendo como ese sentimiento de deseo me abatía, quería poseerla y cómo si de una vidente se tratara, con movimientos felinos gateó sobre la cama sentándose al borde, sus dedos alcanzaron mis pantalones y comenzó a deshacer el nudo, bajando la prenda por mis piernas. Apenas hizo eso, solté un jadeo, ella me dio una mirada pícara y mi inexperiencia me dejó paralizado, aunque ansioso.

Su rostro reflejó inocencia, una que dejó de lado al recorrer toda mi envergadura con la punta de su lengua, poniéndome aún más firme. Mi cabeza se echó hacia atrás cuando introdujo la punta de mi virilidad en su boca, rozando levemente con sus dientes, llenándome de sensaciones nunca antes experimentadas. Mis labios quedaron entreabiertos cuando marcó un ritmo al hacerme una perfecta felación, mi verga palpitó en su boca, protestando por más. Una de sus manos viajó por mi muslo en una caricia que se detuvo hasta tomar mis testículos, dando un masaje en ellos que amenazó con hacerme flaquear.

—¡Oh, dulce señorita! —gemí enredando mis dedos en su cabello—. ¿Qué haceros conmigo?

Su boca abandonó ese punto de mi anatomía y me empujó levemente hacia atrás, aturdido, salí de mi nube de placer y la miré, ganándome una mirada lasciva de su parte.  De nuevo, subió a la cama para mostrarse con las piernas abiertas, su coño húmedo me hipnotizó cuando introdujo sus dedos en él, dejando al descubierto sus pliegues rosados. Extendió su mano libre haciendo una seña con su dedo índice para que me acercara. Con una determinación férrea, subí a la cama poniéndome de rodillas.

—¿Os seríais tan amable de acariciarme? —pidió con gesto socarrón, sus mejillas mostraron un rubor febril y la línea de su escote comenzó a marcarse cuando el sonrojo llegó a esa zona, tragué en seco, me mordí el labio inferior con algo de nerviosismo y con mis manos temblorosas, tomé sus tobillos, subiendo por sus piernas, sintiendo esa piel sedosa que merecía ser adorada de mil maneras, sus muslos me llamaban a besarlos, y el olor que se desprendió de ella, provocó que mi verga saltara una vez más, esta vez, derramando una gota de mi esencia que descendió de manera grácil a través de mi longitud—. Tenéis mucho que aprender, mi dulce caballero, pero habéis corrido con suerte al caer en mis manos —Guiñó un ojo y la esquina de su boca se curvó en una media sonrisa, sus labios se encontraban hinchados, sin embargo, no había tenido oportunidad de besarlos, aunque quería hacerlo—. Venid acá, bésame en los labios.

Lleno de anhelo, me incliné hacia su rostro, ella negó con su cabeza, dejándome patidifuso.

—Esos labios no, querido, debéis saber que jamás tomaréis la boca de una cortesana, de lo contrario, vuestro corazón se confundirá y os llevaréis a la perdición. —inquirió, arqueé una de mis cejas con evidente confusión y con ambas manos, me tomó por la cabeza enredando sus dedos en mi cabello, e hizo que me inclinara hasta su intimidad—. Esos labios, saca tu lengua y bebe, si quieres aprender, deberás hacer lo que te digo y no muerdas —dijo con voz entrecortada. Mi nariz recorrió su ranura llenándome de su aroma, su cuerpo se estremeció al contacto, dándome el impulso que necesitaba para dejarme ir como un lobo hambriento. Mi lengua se aventuró en esa parte de su ser, propinándole lengüetadas y chupetones, con cada uno, ella gimió, volviéndome loco. Mis manos, aun torpes, quisieron ir hasta sus caderas, aferrándose a ellas, evitando que se alejara de mi boca, quería beber todo lo que brotara de su coño, toda esa esencia tan embriagadora como el mismo hidromiel. En un parpadeo, mi mano derecha había ido hasta su entrada e introduje dos de mis dedos, esa humedad cálida me erizó la piel, «¿Qué se sentiría al entrar a ese lugar desconocido?» Comencé a bombear con mis dedos y su cuerpo se agitó, miré un poco hacia arriba sin separar mi boca del pequeño bulto hinchado y me percaté de cómo su busto subía de forma acelerada, mi corazón aporreó en mi pecho, era el momento de cumplir con mis deseos.

Saqué mis dedos de su interior, me puse de rodillas frente a ella y con mi mano derecha, llena de su miel, tomé mi virilidad, impregnándola de su esencia con caricias de arriba abajo, poniéndome aún más duro de lo que ya estaba, para luego inclinarme y hundirme en ella que tembló al recibirme de golpe, reprimí un jadeo al sentir ese calor y estrechez, esto no se comparaba con la caricia de mis manos callosas, era suave, húmeda y muy cálida como el ardiente sol en el verano.

—¡No tan tosco! —protestó, sin embargo, yo estaba por completo extasiado al sentir sus pliegues envolviéndome—. ¡Jesucristo! Estáis bastante dotado para ser un muchacho.

—Soy un hombre —afirmé con voz firme—. Puedo demostrártelo —le aseguré, bamboleando mis caderas, hundiéndome en su apretada intimidad que me envolvió como una segunda piel. El sonido del choque húmedo de nuestros cuerpos, se volvió una exquisita melodía que se complementó con el vaivén de sus pechos al recibirme dentro de ella. La excitación estaba al límite mientras el calor serpenteó por mi columna, volviéndose cada vez más abrazador, perlando mi cuerpo de sudor.

Sus uñas se encajaron en mis antebrazos, desgarrándome la piel, encogí mi rostro ante el dolor y el placer que se entremezclaron, cerré los ojos cuando su vagina se contrajo, sus gemidos fueron más frenéticos. La humedad bajó hasta mojar las sábanas, el placer se adueñó de mí y justo cuando un grito de satisfacción emergió a toda voz de su garganta, mi cuerpo no logró contenerse más, dejándome ir en un gruñido, explotando, corriéndome a raudales, o esa pudo haber sido una descripción exagerada, pero no podía imaginármelo de otra manera. Mi verga henchida palpitó al mismo tiempo que los cojones se me contrajeron, vaciándose por completo, mi respiración se volvió tan errática que me costó tomar aire, estaba por completo rígido, sintiendo sus ligeras palpitaciones aún.

La flacidez se volvió presente, salí de ella, que se estremeció en un movimiento espasmódico casi sobrenatural, me eché a su lado y rápidamente se acomodó en mi costado, llevando sus delgados dedos hacia el camino de vello ensortijado bajo mi ombligo.

—Bien hecho, mi buen señor —reconoció—. Bien hecho.  

—Esposo —llamó Margaret a mis espaldas—. Por favor, necesito saber qué ocurre —clamó con desesperación, su voz temblorosa me provocó cierto malestar, no precisamente hacia ella, más bien habría sido a consecuencia de las circunstancias en las que se había dado nuestro matrimonio.

Me llevó una pira de insultos de parte de mi padre el acceder a esperarla en el altar, siendo la palabra «deshonra» la que más repercutió en mi cabeza, no, no había sido esa palabra precisamente, más bien, la amenaza de enviarme a las líneas del ejército de su real majestad, el rey, fueron las que me hicieron trastabillar.

Siendo caballero, solo existía dos caminos, muerte en combate, o muerte por alguna lesión hecha en combate, cualquiera de las dos, no me agradaba para nada en lo absoluto, sin embargo, ser condenado a una vida monótona al lado de esta desgraciada mujer, no era ni por asomo, el mejor de los destinos.

—Nada —respondí con un gruñido—. No ocurre nada en lo absoluto, Margaret —recalqué haciendo a su vez un mohín de disgusto. La joven, de cabellos castaños y piel pálida, acercó su delgada y espectral figura que exudaba elegancia, hacia mí, con torpeza, sus delgados dedos tomaron mi capa, desencintándola hasta que esta cayó por su propio peso al suelo. Centré mi atención en ella frunciendo el ceño, sus ojos avellana se mostraron temerosos, intimidada por mi sola presencia.

—Es lo que se espera de nosotros, ¿no? —manifestó con una sonrisa nerviosa, asomándose en sus labios—, que consumemos nuestro matrimonio.

—Os habéis vuelto loca si crees que me apetece tomarte ahora —mascullé con ironía, el calor de su expresión había desaparecido, abriendo paso a la decepción pura, o más bien, a una mueca cercana a un reflejo de dolor, había sido cruel con ella que no se merecía mi trato, era la calamidad que había llegado a su vida por error o quizás por capricho de nuestros padres. Tomé una profunda respiración y negué con la cabeza reprimiendo las malas palabras y pensamientos, para luego, sujetarla por las muñecas—. Perdonadme, esposa, sabéis bien que no me atrevo a siquiera verte de otra manera que no sea la figura de la inocencia personificada —Mis palabras al parecer habían surtido efecto, o eso reflejó el sonrojo que tiñó sus mejillas de carmesí, un gesto adorable que me robó un suspiro.

Liberé sus manos y la tomé por las mejillas, sus ojos reflejaron ese brillo cargado de esperanza, recliné el cuerpo echándolo hacia adelante para depositar un beso cariñoso sobre su frente, ella era diminuta a mi lado, fácilmente le sacaba una cabeza de altura, incluso un poco más. Soltó un suspiro profundo y aunque sabía bien que físicamente ella no era de mi agrado, estaba determinado a consumar el matrimonio para no deshonrar a mi familia, después de todo, Thomas había sido claro al decirme que, siendo un señor, podría tomar a cuanta cortesana quisiese, siempre y cuando, le cumpliera a mi esposa, siendo protector, proveedor y un hombre de verdad en la cama, con la regla de cuidarme de no dejar bastardos en el camino.

No me quedaba de otra que ir en la búsqueda de mi primera amante dado el cuidado que tenía al ejercer su oficio, Katherine.    

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