—Despertará, tranquilo —me calmó Ramnusia—. Puedo verlo. Sólo dale tiempo.
—Te falta hacer una cosa más, Oniros —dijo la mujer.
Oniros miró desconcertado a su madre.
—¿Qué?
—¿Qué has hecho con este pobre joven?
Oniros agachó la cabeza y volvió a acercarse a mí, esta vez casi arrastrándose, pues ya estaba en el suelo, habiendo caído sobre su trasero luego de haber hecho quién sabe qué cosa con Abi.
—Quédate quieto —pidió Oniros, posando sus manos, una a cada lado de mi rostro.
De sus manos brotó una nube dorada que rodeó mi cabeza y de pronto me sentí mareado. Por un momento no vi nada, todo era oscuridad, y al instante mis ojos se abrieron, desperté dentro del sueño, los baches se llenaron y pude recordar cosas que había olvidado, pero que no sabía que había olvidado. Hermosos momentos que había compartido con Abi, volvieron a encajar como piezas perdidas y recuperadas de un rompecabezas. Parpadeé varias veces y vi a Oniros frente a mi.
—Ahora si, ¿verdad? —preguntó él.
—Si —contesté —, lo recuerdo todo. Gracias por devolverlos.
—Disculpa por haberlos quitado en primer lugar —dijo, apenado.
—Disculpado.
Oniros asintió y retiró sus manos. Se puso de pie y volvió junto a su madre.
—Ahora es turno de tu castigo, hijo —dijo la mujer, volteando hacia él.
Oniros agachó la cabeza y permaneció callado. Su madre lo miró, con tristeza, y luego subió las manos hasta el rostro de Oniros, y las sostuvo allí. De sus manos salió una niebla oscura que rodeó toda su cabeza y la expresión de éste se tornó dura. Su ceño se frunció y comenzó a apretar la mandíbula. La mujer cerró los ojos y se concentró. Oniros comenzó a gruñir por lo bajo y el sonido gutural comenzó a intensificarse más y más, hasta que al fin dejó escapar el quejido y soltó un grito que resonó en el bosque. Me compadecí por el pobre hombre. O mejor dicho, pobre dios. Miré a Abi en mis brazos y me sorprendió que no despertara con semejante bramido. Esperaba que Ramnusia hablara en serio sobre que despertaría en poco tiempo, porque estaba empezando a impacientarme, si no lo estaba ya. Fruncí el ceño y cerré los ojos, soportando el sonido que perforaba los tímpanos.
No entendía qué estaba sucediendo con Oniros, y cuando aminoró su agonía, abrí mis ojos y busqué con la mirada a Filotes y Ramnusia. Las miré con desconcierto y Ramnusia se acercó despacio a mí. Me miró y palmeó mi hombro, agachándose un poco para hacerlo, debido a su altura.
—Todo estará bien, muchacho —dijo.
—Ustedes no están exentos de mi castigo —anunció con seriedad la madre, dirigiéndose a los demás—. Lo hablaremos en mi tierra. No volverán a sus mundos y permanecerán encerrados hasta que Ramnusia los envíe a cumplir su castigo.
—¿Qué le ha pasado a Oniros? ¿Qué ha sido todo eso? —pregunté.
—Madre le ha dado su castigo. Ha tenido que sufrir en carne propia todo lo que les ha hecho a las almas humanas a las que torturó a través de los años que estuvo influenciado por mis hermanos, pues ha tenido responsabilidad en lo que hizo.
Asentí, comprendiendo. Oniros se veía abatido, y había caído sobre sus rodillas en el suelo, agachando la cabeza, avergonzado frente a su madre.
Ramnusia se acercó a él y lo ayudó a ponerse de pie, y junto a Filotes lo arrastraron hacia mi.
Oniros cayó de nuevo en el suelo y miró a Ramnusia con el rostro contorsionado de dolor.
—Tú te lo buscaste, hermano —dijo ella.
—Tenía que hacerlo. Tenía que hacer lo que ellos pedían. Iban a torturarme durante toda la eternidad.
—Siempre hay opción, ¿verdad? —dijo Ramnusia.
—¿Cómo? —preguntó él, lastimosamente.
—Eres tan cobarde… ¿Y qué si te torturaran? De todas formas no puedes morir —intervino Filotes.
—¿Qué harían los humanos sin el dios de los sueños? ¿Qué harían sin poder soñar? Se sumirían en un mundo de pesadillas. Este mundo sería un caos sin alguien que lo rigiera —contestó Oniros—. Sólo yo puedo controlar su equilibrio.
—Se han arreglado más de una vez sin alguno de nosotros —dijo Filotes—. Hemos tenido nuestras disputas y no hemos estado en nuestros puestos de trabajo en más de una ocasión.
—Tendrían más pesadillas, sí, Oniros. Pero los humanos son capaces de soñar despiertos, y los que carecen de esa facultad buscan vías más extremas, no necesariamente buenas para ellos, hasta que los consumen o hasta que conocen la manera de salir y al final conocen la buena manera de soñar —agregó Ramnusia.
—Lo que no puede volver a pasar aquí, Oniros —dijo Ramnusia—, es que uses así a los humanos. Y cuando se trata de un humano como Abi, tienes que tomar especiales cuidados. Son enlaces de tu mundo con el suyo.
—Es momento de marcharnos —anunció la madre, que miraba al resto de sus hijos, todavía enlazados por la serpiente de Ramnusia.
Ramnusia se encaminó hacia su madre y los demás dioses. Movió sus manos y de ellas volvió a brotar un haz de luz. La serpiente comenzó a sisear, enojada, y se movió en el aire, conforme Ramnusia movía sus manos. “Todo esto por unos simples humanos”, murmuraba una de las diosas, quejándose con una expresión desagradable en su rostro. Sus hermanos, apresados por la serpiente, comenzaron a deslizarse en el aire hacia donde ella los dirigía. Ella y su madre caminaron detrás.
—Requiero de tu presencia en el portal, en cuanto puedas ponerte de pie, Oniros —pidió Ramnusia, mientras avanzaba detrás de los demás dioses.
Oniros asintió, cabizbajo.
—Tómate tu tiempo —agregó, con un tono suave—. Después de tanto, unos minutos más, no harán la diferencia.
Yo aún observaba todo desde mi humilde lugar de humano espectador, y sólo algunos de ellos me prestaban real atención. Oniros volteó su rostro hacia mí, justo en el momento en que pensaba aquello.
—Siento mucho todo esto, hombre —dijo—. De verdad lo lamento. Te has visto involucrado en cosas en las que no deberías.
Me sentí mal por él, aunque en parte era culpable de lo que le había sucedido a Abi. Había querido reparar las cosas, y ya había cobrado su castigo.
—Está bien, sin rencores —le dije.
Me dedicó una sonrisa torcida, llena de dolor y angustia. Intentó levantarse, pero trastabilló.
—Te ayudaría —sopesé—, pero no puedo dejar a Abi.
—Deja —intervino Filotes, acercándose a Oniros—. Yo lo haré.
Lo tomó por el brazo y tiró hacia arriba.
—Vamos —apremió Filotes—. Te necesitan en el portal.
Oniros terminó de incorporarse con esfuerzo, y los observé marcharse. Filotes volteó para dedicarme un guiño.
—Espera aquí, muchacho —me gritó—. Volveré pronto.
Permanecí allí, yaciendo sobre la hierba, con Abi dormida en mis brazos. Y, al fin, el bosque estuvo en silencio. Sólo podían oírse los sonidos musicales de las aves y el susurro de las hojas de los árboles. Acaricié la mejilla de la hermosa mujer que tenía en frente y una lágrima involuntaria y precipitada rodó por mi mejilla, no supe con exactitud por qué. Quizá la venía conteniendo hacía tiempo. Levanté el cuerpo de Abi, sin saber si despertaría, y la abracé con fuerza, enterrando mi rostro en su cabello, sintiendo la suave piel de su mejilla.
—Te amo, Abi —susurré en su oído.