BIARRITZ, FRANCIA.
El tiempo en Francia aquella tarde estaba horrible, era como si el cielo estuviera anunciando la llegada de una desgracia, y para María Eugenia esa “desgracia” sería una muerte, una que ella estaba deseando que llegara cuanto antes.
–¡Señora! – Exclamó Laura el ama de llaves y la persona más cercana a María Eugenia, entrando al enorme salón del pequeño palacio que tenía la familia en Biarritz. – ¡El señor quiere verla! –Anunció y María Eugenia que estaba delante del enorme ventanal mirando el jardín del palacio se giró con parsimonia para verla.
–No quiero verlo Laura, solo quiero que me avises cuando esté muerto y nada más. – Habló María Eugenia con vehemencia y Laura la miró con tristeza viendo a la hermosa mujer con una larga melena canosa. A pesar de los años María Eugenia seguía siendo muy bella.
–Señora por favor, usted sabe bien que yo sería la última en insistir en que lo vea, pero creo que esta vez es importante. –Aseguró el ama de llaves y María Eugenia bajó la cabeza pensativa, entonces levantó la mirada apreciando la vista y vio cuando un rayo de sol apareció entre los nubes grises del cielo y accedió.
Las dos mujeres caminaron juntas por el largo pasillo del palacio, que estaba decorado con diversas obras de arte y una alfombra roja que se extendía por el suelo hasta el final del pasillo. María Eugenia caminaba con la cabeza en alto de forma elegante, pero con una mirada triste y vacía. Lo último que quería ver era a su marido, el que la había tratado tan mal durante años y todo por su ambición.
–¿Qué dijo el doctor la última vez que vino a verlo? –Preguntó María Eugenia y su ama de llaves levantó la cabeza para mirarla.
–Qué ya le queda poco tiempo señora, que fue la decisión más acertada traerlo de vuelta al palacio, ya que no había necesidad de seguir en el hospital, cuando ya no quedan esperanzas para él, aquí estará mejor. –Contestó Laura subiendo las escaleras mientras que María Eugenia la seguía de cerca.
Llegaron a una enorme puerta que llegaba casi hasta el alto techo del palacio en la planta superior, y María Eugenia se quedó parada delante de ella pensativa y respiró profundamente buscando la fuerza necesaria para enfrentar al hombre que estaba adentro, entonces le indicó a Laura que entraría sola y la mujer se marchó de regreso a la cocina. Cuando abrió la puerta vio acostado en la cama un hombre pálido con la piel arrugada, los cabellos blancos como la nieve y enormes ojos azules que se abrieron llenos de esperanza cuando la vieron entrar.
–Mi querida…–Habló el hombre con la voz cansada y María Eugenia sintió su estómago revolverse solo de escuchar su voz.
–¿Por qué no me dejas vivir tranquila de una buena vez Jerome? ¿Qué es lo que quieres de mí ahora? –Preguntó Eugenia mirando por la ventana porque no quería ver a su marido.
–Tu perdón…es lo único que necesito para poder descansar en paz. –Murmuró el hombre y María Eugenia se giró con brusquedad para mirarlo.
–Los únicos que encontraremos la paz somos nosotros, los que hemos tenido que vivir bajo tu tiranía durante todos estos años Jerome, cuando te mueras por fin seremos libres, como mi hija que buscó su libertad porque no soportaba continuar siendo maltrata por ti. –Afirmó María Eugenia acercándose a la cama.
–Mi María Fernanda…mi niña…
–¡SONIA, PARA MÍ ERA MI SONIA! Tú la registraste como María Fernanda, pero yo jamás la llamé por ese nombre. Mi Sonia era libre, era la única que no te temía. –Afirmó María Eugenia aguantándose las lágrimas porque no estaba dispuesta a llorar delante de su marido otra vez. – Yo tenía que haberme escapado con ella, haber estado con mi hija y ahora ya no puedo hacerlo porque está muerta, y eso jamás te lo perdonaré. Por tu culpa ya no tengo nada valioso en mi vida, perdí lo único que amaba.
–Hay algo…alguien, una persona…una parte de mi María Fernanda. –murmuró Jerome mirando a su esposa que frunció el ceño con incomprensión.
–¿De qué estás hablando Jerome? –Preguntó María Eugenia mirando a su marido con la mirada llena de rencor y el agarró una carpeta que había a su lado sobre la cama, que ella no había percibido.
Jerome abrió la carpeta con las manos temblorosas y comenzó a sacar documentos y fotos de dentro, y por más que quisiera alejarse de él, María Eugenia estaba tan intrigada con el contenido de aquella carpeta que decidió sentarse en una silla que había al lado de la cama.
–Cuando Sonia se escapó a Buenos Aires con aquel estudiante del que se había enamorado en la Universidad, yo le dije que ella… había muerto para mí…–Jerome comenzó a toser por hacer el esfuerzo de hablar, pero continuó. –Pero yo seguí todos sus pasos, jamás dejé de seguirla. Contraté a varios detectives privados para que estuvieran pendientes de ella. No fui un buen padre María, pero era mi única hija.
–No me vengas a decir que lo hiciste por amor a Sonia. Seguramente solo te estabas asegurando de que nadie la encontrara y así evitar que se formará un escándalo. No querías que nadie supiera que la hija del ilustre empresario Jerome Astrar había dejado atrás una vida de lujos y maltratos, para vivir de forma humilde, pero libre y feliz. – Escupió María Eugenia indignada.
–Yo no soy …solamente… un empresario. –Replicó Jerome disgustado mientras tosía.
–Claro que no, porque eso no era suficiente para ti, querías más, buscabas mi título y enredaste a mi padre con tus manipulaciones para que me obligará a casarme contigo, m*****o infeliz. Yo no quería este matrimonio, me obligaste a unirme a ti, me condenaste a la infelicidad. –Lo acusó María Eugenia apretando las manos sobre su regazo intentando mantener la compostura.
–No puedo cambiar el pasado, ni mis malas decisiones, pero puedo darte algo para que puedas ser feliz ahora. –Susurró Jerome sacando una foto de dentro de la carpeta y entregándosela a María Eugenia que se llevó una mano a la boca sorprendida al verla.
En la foto se veía su hija Sonia cruzando una calle con una hermosa sonrisa en su rostro, agarrando de la mano a una niña que no debería llegar a los ocho años. La niña era una copia de su hija, con la piel blanca y largos cabellos de un color castaño claro, pero con los ojos que parecía ser oscuros, al contrario de Sonia que los tenía azules como su padre.
–María Fernanda, tuvo una hija…–Confesó Jerome y María Eugenia lo miró aturdida, ya había sufrido mucho al saber que había perdido a su niña en un trágico incendio, pero ahora había que sumar una pérdida más y su corazón no soportaría más tanto sufrimiento, pero Jerome continuó explicando al ver el dolor en la mirada de su esposa. –Ella ha sobrevivido, la niña se escapó de morir en aquel incendio María. –Murmuró entregándole una foto de una chica joven que aparentaba tener unos diecinueve años. – Se llama Julia.– Susurró y María Eugenia lo miró asomabrada, pensando en el hecho de que tenía una nieta, pero que también había perdido varios años de su vida porque no sabía de su existencia.
–¿Si sus padres murieron, con quién ha estado durante todos estos años? –Preguntó María al mirar la fecha de la foto donde Julia ya se veía hecha una mujer y sabía que era de hace dos años.
–Cuando nuestra hija murió con el padre de la chica, la niña se quedó a cargo de una hermana de él…
–¡¡Eres un infeliz Jerome!!–Exclamó María Eugenia mirando a su marido con rabia. – Sabías que teníamos una nieta y me lo ocultaste durante todos estos años. –Se exasperó agarrando la carpeta rebuscando en toda la información que había dentro. –¿Dónde está Jerome? ¿Dónde está mi nieta?
–Su tía falleció hace un par de años, después de su muerte ella viajó a España y ahí perdimos su pista. –Continuó explicando Jerome mirándola avergonzado. – Ella ha vuelto a su hogar María, podrás buscarla, yo no pude continuar con la búsqueda porque caí enfermo, pero sé que la encontrarás y espero que con esto puedas llegar a perdonarme. – Murmuró con una súplica silenciosa en su mirada y María Eugenia se puso de pie mirándolo con rencor.
–Ni mi perdón te librará del infierno que te espera Jerome Astrar, y tampoco tengo pensado perdonarte los cuarenta años de humillación que viví a tu lado, de los cuales diez, los pasé encerrada en este palacio sufriendo maltratos y abusos por tu parte. – Respondió mirándolo directamente a los ojos. – Tu muerte será mi libertad, espero que jamás encuentres la paz. –Habló con vehemencia abandonando la habitación dejando a su marido solo con sus pecados.
María Eugenia se sentó en el suelo del pasillo mirando las pocas fotos que había de Julia dentro de carpeta y miraba cada una de ellas detenidamente esbozando una enorme sonrisa. Estaba embelesada viendo a la chica que en aquel momento se había convertido en lo más importante del mundo para ella.
Después de casi una hora entera mirando toda la información, María Eugenia bajó hasta el primer piso para ir directamente a la cocina donde estaban sus dos empleados de confianza, Laura su ama de llaves y Cristóbal que siempre habían sido para ella una especie de consejero, que había trabajado para su marido, pero siempre le fue fiel a María Eugenia, apoyándola tanto como pudo en los tiempos más difíciles.
María Eugenia les contó lo poco que sabía sobre Julia y entre los tres estuvieron mirando lo que había en los documentos, intentando buscar algo que a lo mejor a Jerome se le había pasado por alto.
–Mi señora, si quieres ahora mismo puedo buscar a alguno de los detectives privados que había contrato su marido, para continuar la búsqueda desde donde la habían dejado. –Sugirió Cristóbal viendo la lista de pasajeros de un vuelo con destino a España y María Eugenia negó con la cabeza.
–No Cris, no confío en nadie que haya trabajado para mi marido, estoy segura de que esos detectives tenían tan pocos escrúpulos como Jerome, solo confío en una persona para buscar a mi nieta. –Afirmó y Jerome sonrió con satisfacción.
–¿Su niño? –Preguntó Cristóbal imaginando a quién se refería y María esbozó una sonrisa.
–Así es, llama a mi niño, estoy segura de que no existe nadie mejor que él para encontrar a mi pequeña Julia. –Contestó María Eugenia mirando la foto de Julia embelesada cuando una voz gritando llamó la atención de los tres viendo como la enfermera de Jerome entraba a la cocina nerviosa.
–¿Qué pasa Adelaide? –Preguntó María Eugenia dando la vuelta a la mesa donde estaba toda la información sobre su nieta y miró a la enfermera con preocupación.
–¡Mi señora el Duque a muerto! –Anunció la mujer y María Eugenia bajó la cabeza mirando al suelo pensativa y estuvo así por un minuto entero.
–¿Duquesa que debemos hacer ahora? –Preguntó Cristóbal mirando a María Eugenia esperando una orden.
– Abre la botella del mejor champagne Cristóbal y avisa a todos los empleados del palacio, ¡hoy celebraremos nuestra libertad!